En una cárcel abarrotada de hombres sin
condena, diez de ellos poseen las más altas sentencias posibles. Son
campesinos y activistas por el derecho a la tierra.
Hay un lugar en Asunción donde viven hacinadas 4.000 personas
en un espacio preparado para un máximo de 1.300. En pabellones húmedos,
a veces sin luz, a veces sin agua ni comida, hombres acusados de robo,
asalto, homicidio o narcotráfico se mezclan sin distinción con pacientes
psiquiátricos o adictos al crack. El 80 % de ellos desconoce cuál será
su futuro, porque no ha ido a juicio y no tiene sentencia. Pero hay diez
hombres allí que sí tienen condenas: las más altas previstas en
Paraguay, firmadas tras juicios irregulares y cuestionados. Se declaran
presos políticos, los campesinos de la cárcel de Tacumbú.
Estos diez condenados tienen en común otras cosas. Su comportamiento
es ejemplar y la población de la cárcel los respeta. Todos dan algún
tipo de servicio educativo a los presos más pobres y realizan
diariamente algunos de los pocos oficios que existen allí, como la
panadería, la cocina o la carpintería. También comparten un pasado
común. Trabajaban la tierra en zonas rurales de San Pedro, Canindeyú y
Caaguazú, y en sus comunidades eran dirigentes y activistas de
organizaciones que defienden el acceso a la tierra y al trabajo de
campesinos y campesinas, en el país con la distribución de tierras más desigual del mundo.
El campesinado paraguayo suma a la tragedia latinoamericana de producir tantos recursos como muertos en su defensa
Desde
2012, año de una masacre que ocurrió en el municipio de Curuguaty, se
vislumbra un cambio de método en la represión a quienes exigen tierra:
si no los matan, los judicializan.
Estos casos judiciales se caracterizan por incumplir normas básicas
del debido proceso, como la preservación de evidencias, o garantizar la
defensa de los acusados. Los procesos judiciales de los diez campesinos
recluidos en Tacumbú fueron denunciados por graves irregularidades por
el Parlamento Europeo, las Naciones Unidas, Amnistía Internacional,
Oxfam y organizaciones paraguayas, como la Coordinadora de Mujeres
Campesinas e Indígenas (Conamuri) y la Pastoral Social de la Iglesia.
Ante la ley, algunos son más iguales que otros
Uno de los campesinos de Tacumbú es Roque Rodríguez, de 64 años.
Tiene cabello canoso y anteojos de abuelo. Desde su celda, que es
habitación y despensa a la vez, ve cómo unos jóvenes «pasilleros» –los
que por ser tan pobres viven en los corredores y patios de la cárcel–
despojan a otro de unas bolsas con ropa y comida que le acababa de traer
su madre. Rodríguez es uno de los «Seis», como le llaman al grupo de
campesinos encerrados desde hace casi doce años tras ser incriminados en
el secuestro y muerte, en 2005, de Cecilia Cubas Gusinky, hija del ex
presidente Raúl Cubas.
Hoy Rodríguez vende yerba mate, hielo y cigarrillos, y dice que sus
habilidades de líder campesino le sirven para saber manejarse con la
gente. «Me llevo bien con todos», relata, señalando a los pasilleros
desde su humilde pero arreglada y funcional celda. Cuando fue imputado
era secretario general del Movimiento Agrario y Popular. Terminar en la
cárcel no era algo que cruzaba por su mente. «La jueza tenía vergüenza
cuando me condenaba, porque sin pruebas me estaba condenando (...); por
presión política me condenaron, y hoy hace casi doce años que estoy aquí
aguantando», cuenta.
El abogado y secretario general de la Coordinadora de Derechos
Humanos de Paraguay (Codehupy), Óscar Ayala Amarilla, explica que la
condena de los Seis se apoyó en el testimonio de una sola persona, que
además había hecho declaraciones contradictorias. «Son condenados sobre
la base de un testimonio, que de por sí es ya una prueba mínima al no ir
acompañada de documentación, y es controvertida porque no alcanzaría en
ningún juicio normal para condenar a nadie», dice.
Óscar
Ayala Amarilla, explica que la condena de los Seis se apoyó en el
testimonio de una sola persona, que además había hecho declaraciones
contradictorias.
No muy lejos del habitáculo de Rodríguez, donde las actividades están
a la vista de todos los visitantes habituales –desde familiares,
abogados, transportistas, pastores menonitas, católicos, evangélicos,
voluntarios de oenegés y funcionarios públicos de todo rango del
Ministerio de Justicia, del Interior y de la Fiscalía– vive Rubén
Villalba. Es uno de los once civiles condenados como únicos responsables
de la masacre de Curuguaty, que dejó a seis policías y once campesinos
muertos en un tiroteo con armas de grueso calibre durante una ocupación
de tierras en el departamento de Canindeyú, en 2012. La
investigación fiscal no demostró que los encarcelados fueran autores de
los disparos que provocaron la muerte de los policías ni que portaran
las armas que causaron dichas muertes. Tampoco se investigó la muerte de
los campesinos. «Soy
un campesino, un trabajador», dice Rubén Villalba. Antes de la cárcel,
ocupaba tierras llamadas «malhabidas» que debían ser destinadas a la
reforma agraria. Fue condenado a 35 años de prisión por el caso
Curuguaty. Foto: Santi Carneri.
Villalba, que se dedicaba a cortar alambrado de tierras ociosas de
latifundistas para la reforma agraria, hoy sobrevive cerrando cada noche
la puerta enrejada de su celda con un candado. «Dijeron que soy un
terrorista, pero yo soy un simple campesino, un trabajador», cuenta.
Para el fiscal del caso, Jalil Rachid, Rubén Villalba es el responsable
penal de homicidio doloso agravado consumado, homicidio doloso en grado
de tentativa, asociación criminal e invasión de inmueble ajeno.
Villalba y los demás campesinos de Curuguaty estaban acampados con
sus familias en tierras estatales que la empresa Campos Morombi, de Blas
N. Riquelme –uno de los tantos empresarios y políticos colorados amigos
del dictador Stroessner–, disputa como suyas. Riquelme logró que un
juez firmara la orden de desalojo, a pesar de que las tierras figuraban
como públicas, según un informe emitido por el Congreso sobre el caso.
El 15 de junio de 2012 ingresaron a esas tierras 324 policías y un
helicóptero para desalojar a unas 60 personas, entre ancianos, hombres
adultos, mujeres y niños. Según el informe, la cantidad desproporcionada
de policías revela que no había predisposición al diálogo, sino a
provocar una situación de extrema violencia y un desalojo rápido y
forzoso.
Villalba,
que se dedicaba a cortar alambrado de tierras ociosas de latifundistas
para la reforma agraria, hoy sobrevive cerrando cada noche la puerta
enrejada de su celda con un candado.
«Marina Kue pueblo mba’e; no como dijeron que era de Blas N.
Riquelme. Entramos ahí para poner una casita, una chacra y mantener a
nuestras familias, y por eso nos dispararon y nos condenaron a mí y a
mis compañeros y compañeras», dice Villalba. Asegura que no existen
pruebas para incriminarlos y reclama que no se haya investigado la
muerte de los campesinos. Él dice saber lo que pasó en Curuguaty: «Fue
la política de la oligarquía y las empresas transnacionales. Fueron
ellos quienes nos mataron».
Encerrados por luchar
La definición de preso político tiene matices, y es objeto de discusiones. Para
la Asamblea Parlamentaria del Consejo de Europa, un preso político es
aquel que ha sufrido una detención que responde a motivaciones políticas,
o la detención es resultado de «procedimientos que son claramente
ilegales, y esto pudiese estar relacionado con los motivos políticos de
las autoridades». Según Amnistía Internacional,
presos de conciencia son aquellas personas que «sin haber utilizado la
violencia ni haber propugnado su uso, son encarceladas (...) a causa de
sus creencias, su origen étnico, sexo, color o idioma». En caso de que
las personas presas hayan hecho uso de la violencia, la organización
exige juicios justos. A
Néstor Castro le alcanzó una bala en la mandíbula durante la masacre de
Curuguaty. Su hermano fue asesinado en el tiroteo. Cumple una condena
de 18 años de cárcel. Foto: Santi Carneri
Otros tres campesinos presos en Tacumbú por el caso Curuguaty
comparten celda en un pabellón religioso cercano a donde vive Villalba.
Son Néstor Castro Benítez, de 35 años, Luis Olmedo, de 27, y Arnaldo
Quintana, de 23. Las paredes y estanterías de su habitáculo de dos
metros de ancho por cuatro de largo están tapizadas de fotografías de
sus familiares. Hay tres camas de cemento. Cada una tiene un fino
colchón con una funda blanca del Ministerio de Justicia. Mucha de su
ropa la guardan en una bolsa arpillera para granos de trigo. Excepto por
un traje, guardado para las ocasiones especiales, que cuelga cerca de
la ventana atravesada por barrotes.
Cuando ingresaron a prisión, hicieron huelga de hambre durante 59
días, exigiendo su liberación o, al menos, prisión domiciliaria. Ahora
lucen recuperados, pero Néstor Castro y Arnaldo Quintana tienen una
marca imborrable: Arnaldo recibió un disparo en el estómago, y a Néstor
le alcanzó una bala en la mandíbula durante la masacre en Marina Kue, lo
que le dejó una cicatriz visible en el rostro. Aunque tiene otra marca
más profunda que no se ve: su hermano fue asesinado durante el mismo
tiroteo. «Ahora estoy más o menos», dice sentado en su cama.
«Extraño a mi señora y a mis hijas, una de ellas acaba de nacer.
Estoy preso hace más de cinco años por querer un pedazo de tierra en
Marina Kue, Curuguaty. Yo no soy el responsable de esa masacre. Soy
inocente y me condenaron a 18 años de prisión», cuenta. Sus compañeros
más jóvenes retornan a la celda luego de jugar un partido de fútbol.
«Tienen que disfrutar los mita’i», dice Castro. Antes
de ir a la cárcel, Arnaldo Quintana trabajaba la tierra con su madre y
soñaba con ser jugador de fútbol. Foto: Santi Carneri.
Arnaldo Quintana se pone una remera amarilla con letras rojas y
negras que dice: «Es tiempo de justicia, tierra y libertad. Curuguaty».
Antes de la masacre, trabajaba con su madre en la chacra y soñaba con
ser futbolista. Luis Olmedo se sienta en su cama y prende la radio con
luces de colores. Suena una polca en guaraní. Quintana trepa en la
litera de encima y le dice que solo le falta el sombrero piri.
«Soy preso político del caso Curuguaty, me condenaron a 20 años de
cárcel injustamente, sin pruebas ni nada», asegura Olmedo. Su esposa,
Dolores López, con la que tiene un hijo pequeño, cumple prisión
domiciliaria por el mismo caso, al igual que su hermana, Fani Olmedo,
madre de tres chicos, uno nacido en cautiverio. Antes de Tacumbú, Olmedo
era agricultor y mecánico. Dice que extraña su trabajo. Tenía un
taller, un lavadero y una gomería que ahora están en desuso.
«Soy preso político del caso Curuguaty, me condenaron a 20 años de cárcel injustamente, sin pruebas ni nada», asegura Olmedo
El abogado Óscar Ayala coincide en que ni Olmedo ni el resto de los
campesinos apresados pueden ser catalogados como presos comunes.
«Hablamos de personas que han ejercido y que siguen ejerciendo un rol
consciente en torno a las reivindicaciones sociales y al activismo por
los derechos de su sector, y eso los distingue de cualquier otro»,
asegura. «Soy preso político del caso Curuguaty», asegura Luis Olmedo. Antes de la cárcel, era agricultor y mecánico. Foto: Santi Carneri
Los vicios del largo juicio de Curuguaty están apuntados en un
cuaderno muy usado de Margarita Durán Estragó, una historiadora,
investigadora y activista que solo faltó a dos audiencias durante todo
el proceso. Para ella, se plantaron evidencias y se escondieron otras
para incriminar a los campesinos y las campesinas. «Acusaron a los
civiles y no investigaron a la policía. Hasta frenaron las autopsias y
necropsias», cuenta. En
Tacumbú, Arístides Vera da clases de guaraní. El juicio que lo condenó
fue enteramente en español, que no es su lengua materna. Foto: Santi
Carneri.
En el mismo pabellón de la Pastoral Social donde viven los tres de
Curuguaty, Arístides Vera, otro de los seis labriegos acusados por el
caso de Cecilia Cubas, imparte clases de guaraní con un gran pizarrón
flanqueado por dos puertas con barrotes y el cuadro de una virgen. El
profesor no tuvo derecho a que su juicio fuera en guaraní, su lengua
materna, como la de la mayoría de los paraguayos. Tampoco los campesinos
del caso Curuguaty fueron juzgados en guaraní inicialmente. Solo
después de una sostenida protesta de la defensa, pudieron conocer toda
la información que se exponía en el juicio. Según Durán, esto marcó un
hito histórico. Fue el primer juicio oral a campesinos que se logró que
sea en el idioma en que entienden el mundo. Para
el abogado Oscar Ayala, campesinos como Simeón Bordón Salina, uno de
los Seis, no pueden ser catalogados como presos comunes. Son personas
conscientes y activistas de las reivindicaciones de su sector. Foto:
Santi Carneri.
Los días se acumulan en la cárcel para los diez, entre los pasillos,
el fútbol, los oficios de pasatiempo y la añoranza del destierro.
Esperando por justicia, repasan sus vidas con activistas y periodistas
extranjeros que de tanto en tanto los visitan para conocer sus casos. Al
cumplir diez años de prisión, los Seis publicaron una autobiografía.
Allí, Vera resume su deseo de vida, un deseo que asegura le ha costado
la cárcel tanto a él como al resto de los campesinos en Tacumbú: «Mi
origen es campesino. Mi sueño de libertad es que el campesinado tenga
tierra, techo, salud, educación, accesibilidad a caminos para que sus
productos sean más fáciles de comercializar. La libertad para mí es que
toda mujer y hombre campesino tenga posibilidad de trabajar y vivir
dignamente. Por eso he luchado durante toda mi vida y por eso me han
encerrado. Soy un preso político». Agustín
Acosta González y los demás campesinos tienen en común el
comportamiento ejemplar y que la población de la cárcel los respeta.
Foto: Santi Carneri.Fuente: https://kurtural.com/presos/
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